Se acercaba caminando, sonriendo, con obstinación. Se frenó antes su alma que su cuerpo, fue evidente. La gente no se detuvo a su alrededor, ni percibió el momento en que recogió del suelo una pena no muy lejana. Sonrió, como un hecho rutinario donde solía adormecerse profundamente. Nunca jamás despertó. Prosiguió su camino como quien olvidó el fin de la cosa. Se entremezcló entre la gente y se disolvió entre paredones, carteles, graffitis, basura, ruidos, colores, autos, aviones…
Cada gesto que se fue sucediendo desde nuestro encuentro se fisura en los objetos que me despojo, en los espejos que se empañan y en el ladrido de los perros. No hubo ningún tipo de souvenir ni intercambio gaseoso, líquido o sólido. No hubo nada más que un desencuentro.
Allí fue el inicio de que los almanaques se deshojen desde diciembre a enero, que los perros aúllen o los silencios sean gritos. Desde ese día los laberintos comienzan con puertas abiertas y por las ventanas cerradas se filtra la llovizna de un día de sol.
La gente me choca, me ignora, se esparce. Tampoco observó el cambio que su desencuentro produjo en mí. La pregunta se asoma, revive, me exaspera. Una forma tácita de enloquecer al sujeto en el que habito, que no es más que el espejismo en donde se reflejan los fenómenos meticulosos, paranormales, oscuros.
No puedo más que recorrer callejones, plazas, cuerpos desnudos, hasta encontrar su rostro temprano e inmaduro y vuelva el orden tradicional de los fenómenos y de noche se pose la luna, espléndida y rozagante.