Era la soledad. Lo supe porque vestía con tu rostro y me embriagaba el alma. Era triste y sombría, tenue y distante. Ingresó por alguna puerta o una que otra ventana que olvidé sellar en la noche, quizás adrede. No eras vos, era la soledad. No tuve ninguna duda en ese momento, pronunciaba las mismas palabras que gastó tu boca y que llevan tu nombre parecido al dolor.
Al tiempo que me sorprendí se sonrió, para provocarme, herirme y encontrarme. Se acomodó despacio sobre mi hombro, tu hombro. Me miró, como girasol buscando su estrella, con sed de alimentarse, estrujarme, hasta escurrir la sangre que no he derramado por ningún ser, salvo el inexistente. Se detuvo, fría y frágil, perenne y espléndida. Por un momento dudé que era la muerte, la soledad o vos. No sabía disentir entre los segundos que el sentimiento y la razón pelean por encontrar la conclusión de un hipótesis inconclusa y de dimensiones cóncavas. Supe que era la soledad porque seguí latiendo, y no me traspasó el frío y no se me heló el alma. Sentía calor, calor humano hasta el punto de transpirar sin límites; emergí recuerdos, olvidos, pasajes de la mente que había creado en el imaginario silencio de tu ausencia. No era la muerte.
Creí que eras vos, pero supo comprenderme en el momento justo, sin decir palabras, sin pedir nada a cambio. Se retiró y entraste vos; ahí entendí que era la soledad.